Cuando llegué al hospital ya había anochecido. Según me contó su hija al teléfono con la dulzura de siempre, no pensaban que Pedro pudiera saludarme; le habían sedado por la mañana. Me daba igual. Quería presentar mis respetos a aquel amigo.

La puerta de la habitación estaba entreabierta, y al acceder los vi a los tres: Pedro tumbado en el centro, su hija Silvia y su compañera, Marta, las dos de pie a sus dos lados, observándole con media sonrisa y tomándole cada una de una mano.

Había adelgazado muchísimo desde mi última visita a Madrid. Un hombre que fue muy corpulento tenía ahora la piel pegada al rosto, de un color entre pálido y amarillento. Sus ojos estaban entreabiertos (más uno que otro), pero no enfocaban. Su respiración era un ronquido que parecía emitido con mucho esfuerzo, y llegaba de forma desacompasada.

Las dos, Silvia y Marta, parecieron alegrarse de verme entrar.

– Seguro que le hace mucha ilusión que hayas venido – dijo Silvia, la hija.

Marta también me miraba con una sonrisa.

– Si hubieses estado ayer, le hubieses visto en estado puro. Tuvo unos momentos de lucidez y nos hizo sacarle a la terraza – Miró al techo como recordando – Se empeñó en beber un poco de cerveza y hubo que dársela con pajita. También quiso fumar y vuestro amigo Jorge le dio unas caladas de un cigarro… No me quiero imaginar la que se hubiese montado si llega a aparecer una enfermera… ¿Te pueden echar de una unidad de paliativos?

Apurando hasta el último minuto”, pensé mientras escuchaba los boqueos de mi amigo. No se puede envidiar a alguien que está agonizando, pero este hombre había hecho siempre lo que había querido y ahora, en sus últimos momentos, estaba rodeado de amor y había sido capaz, a su manera, de montar una pequeña fiesta.

Hay quien dice que los agonizantes pueden escoger en cierta medida el momento de morir. No sé si será cierto, pero a los pocos minutos de entrar en aquella habitación intuí que iba a ver la muerte de mi amigo. Las bocanadas eran demasiado irregulares. Su cuerpo pasaba demasiado tiempo sin oxígeno. Cada vez que tomaba aire parecía la última vez, aunque a los pocos segundos siempre se producía otra.

Ocurrió en los pocos minutos que me dejaron sólo con él, cuando su mujer y su hija bajaron a por café. Lo que en un primer momento parecía una más de las paradas en su ronquido, se convirtió en el silencio. De pronto, me encontré a solas con el cuerpo inerte de mi amigo, cuya mano, que ya no era suya, tomé entre las mías. Pasé a tener ante mí el cadáver de un hombre que me había hecho llorar de risa, con quien había disfrutado de tantas historias, algunas, muchas, inconfesables. Sí, Pedro bien podría haber firmado el título de las memorias de Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”. Como diría el filósofo griego, pienso que dejó plantada a la muerte, porque cuando ella llegó, él ya no estaba.