Voy a contaros por qué ahora mismo estoy tan asustado. Si esto me está pasando a mi ahora, fue por algo que empezó hace mucho tiempo, con el tío aquel que se hizo pasar por mánager de futbolistas para seducir a chicos jóvenes… Dejadme que os explique.

 

Instagram fue su herramienta, pero también su perdición, porque allí estaban todos sus seguidores falsos, las fotos “fake” con estrellas, y los mensajes haciendo grandes promesas al chaval de diecinueve años que finalmente le denunció. El juez motivó la condena por agresión sexual en que el consentimiento estaba viciado y podía considerarse nulo. Aquel muchacho, sentenciaba, nunca hubiera dado acceso carnal al acusado de conocer la realidad detrás de sus mentiras. No era manager de nadie, sino funcionario administrativo en una oficina del Servicio Público de Empleo de Santander. La Audiencia Provincial de Cantabria respaldó esta primera condena, y así comenzó a sentar doctrina. Tiempo después, algunos dijeron que esas dos primeras resoluciones habían tenido un sesgo homófobo, que los jueces que las firmaron no imaginaban que la puerta que estaban abriendo tendría un efecto tremendo en las vidas de tantas personas, ellos incluidos.

 

Sea como fuere, en octubre de ese mismo año llegó el gran caso que desataría el tsunami. Esta vez, una mujer acusaba, también de agresión sexual, a un hombre que obtuvo su consentimiento a partir de mentiras. Según la Fiscalía pudo demostrar, él estaba casado y tenía dos hijos cuando conoció a la denunciante y se acostó con ella al final de una noche de copas; sin embargo, en la aplicación donde se habían conocido y en los mensajes que ella aportó a la causa, él manifestaba estar soltero y buscar iniciar una nueva relación de pareja. Había mentido, y la había utilizado para satisfacer sus bajos instintos; debía pagar por ello. Los hechos ocurrieron también en Cantabria, por lo que dadas las pruebas y el precedente creado por el caso del falso mánager, el dictamen judicial fue prácticamente automático.

 

Esta segunda historia sí acaparó muchas portadas y horas de televisión. El consenso general fue que el veredicto era justo. Aquel hombre había faltado a la verdad para aprovecharse de otra persona, debía ser castigado. El debate púbico creció, y cada vez más voces exigían que como sociedad, hubiese un compromiso por erradicar ese tipo de comportamientos, que hasta ahora habían quedado siempre impunes y eran terriblemente frecuentes. La cuestión pasó al centro del debate. Llovieron las estadísticas y las nuevas denuncias por casos similares. Hasta que en un momento dado, saltó del plano meramente sexual al ámbito mercantil. La inmobiliaria Tecnocasa fue condenada por engañar a un comprador. Un comercial de esta empresa había informado a un posible cliente de que el inmueble objeto de controversia había sido habitado recientemente por una familia que “pasó unos años muy felices, pero se mudaron a otro país por trabajo”. Lo cierto era que los anteriores inquilinos habían abandonado la vivienda en medio de un tormentoso divorcio, plagado de denuncias cruzadas.  Por tanto, pese a que el inmueble contaba con las características prometidas en el ámbito material, el tribunal consideró que el acuerdo había sido logrado mediante mentiras, o al menos haciendo uso de ellas, y que por tanto el comprador tenía derecho a retractarse libremente.

 

El clima popular se fue caldeando cada vez más. Los tertulianos se enervaban y agitaban la bandera de la moral en los programas televisivos, así como lo hacían al respecto cientos, miles de testimonios y opinadores anónimos en las redes sociales. Comenzaron a aparecer estudios más o menos rigurosos sobre el terrible efecto de la mentira en las personas y en la comunidad, así como la necesidad de erradicarla. Se hacía acuciante trabajar en campañas de educación, y abordar esta cuestión desde la escuela.

 

La avalancha en contra de la mentira acabó siendo un éxito. Vendedores y amantes eran cada vez más cuidadosos en sus afirmaciones y promesas. Sabiendo que podían ser considerados violadores si obtenían el consentimiento mediante engaños, los infieles comenzaron a tener miedo. El deseo de tomar medidas punitivas creció y creció, hasta que finalmente el ejecutivo planteó la aprobación de la Ley Orgánica para la Prevención, Erradicación y Persecución de la Mentira. Salvo contadas excepciones, entre las que figuraban los diagnósticos a enfermos terminales o las afirmaciones de cargos públicos o candidatos electorales en ejercicio de sus funciones, que el Congreso consideró conveniente dotar de inmunidad por una cuestión de estado, mentir sería ahora un ilícito penal, independientemente de las consecuencias materiales de la falsedad en sí misma.

 

La aprobación de esta nueva legislación tuvo un efecto íntimo en todos nosotros. Nos dimos cuenta, y participamos de ello, de que incluso las mentiras difícilmente demostrables o de carácter personal estaban realmente mal vistas; puesto que cualquier falsedad, fuese cual fuese su justificación o contexto, quedaba tipificada.  Se llegó a penalizar a un grupo de personas que habían quedado a escondidas de otra, a la que sin embargo calificaban de amigo. La gente dejó de culpar al tráfico por llegar con retraso a una cita, o emplear pretextos o fingir enfermedades para eludir invitaciones no deseadas.

 

Y así, como os decía, he llegado al momento en que me encuentro ahora. Acabo de ver a escondidas el último capítulo de nuestra serie favorita, a pesar de haber prometido a mi novio que le esperaría para verla juntos.