El olor penetraba hasta el fondo de mi ser; era una mezcla de detergente, humedad, comida revenida y sudor, que creaba a mi alrededor una envoltura vaporosa. Aquel inframundo, con  su atmósfera particular, estaba a pocos metros, pero a la vez a una distancia infinita, de los comensales que engullían el contenido de toda aquella vajilla que yo después debía fregar. Pasaba siete horas cada tarde en ese lugar, atrapado en la luz artificial y acompañado por instantes de Hasán, que era el único ser humano a quien veía durante mi actividad; pues era él quien acarreaba más y más platos, vasos y cubiertos sucios, y se llevaba los limpios en su carrito. Yo metía el cargamento de Hasán en la máquina, tratando de que no se acumulase en la montaña que él creaba, y jugaba a una especie de Tetris eterno para aprovechar al máximo el espacio del aparato. Al contrario que otras personas con mi empleo, no me drogaba ni me desquiciaba; conseguí aprender a dejar la mente en blanco, a concentrarme en mi Tetris de menaje mientras las horas en la sala de limpieza discurrían con su propio ritmo. A veces, también pensaba, me preguntaba cómo serían las personas que habían dejado aquellas costillas mordisqueadas, correosas, con filamentos aún impregnados de sus babas, en los platos de Hasán; o que devolvían el producto prácticamente intacto y brillante, listo para ser ingerido, en contraste con su trágico final. Me preguntaba cuántas toneladas de comida aprovechable iba desde platos como aquellos a las basuras de establecimientos parecidos, cuántas personas podrían haber comido con ellos, y cuántas vidas se podrían salvar si los recursos se aprovechasen de otra manera.

 

Sin embargo, recuerdo aquella época como un tiempo feliz. Porque, aunque saliese del restaurante con una peste asquerosa y la mente embotada, los músculos entumecidos y las yemas de los dedos arrugadas; sabía que cada noche vería a Isabel. El tacto de su piel sería suave, su olor, como a crema hidratante, aunque yo no creo que ella usase crema hidratante entonces, me haría recordar que el olfato es un sentido capaz de crear sensaciones íntimamente deliciosas. Sus pupilas negras me acogerían junto a una sonrisa de dientes blancos, las dos paletas finamente montadas, la carne de sus labios suave, húmeda, y lista siempre para besarme y hacerme sentir que el día había tenido sentido, porque lo terminaba a su lado.

 

Ahora todo ha cambiado, ese tiempo quedó atrás. Los cacharros me los friegan a mí, incluso en casa hay alguien que se encarga de eso. Isabel y yo conseguimos prosperar, cumplimos algunos de los sueños que teníamos, y las noches abrazados en la cama individual han dado paso a nuestro colchón matrimonial. Ya no notamos el tacto rugoso y áspero de las mantas que utilizábamos hace veinte años, y en invierno nos envuelve un mullido edredón de plumas. Hemos llegado donde queríamos, y quizás por eso también, recuerdo esos años duros con nostalgia. Nuestra juventud podía haber sido más fácil, los negocios como el que acogía mi cámara de limpieza pudieran no haber existido, la comida de aquellos platos pudiera haber servido para salvar otras vidas, y yo haber dedicado todas esas horas pasadas entre deshechos, humedad, jabón, putrefacción y desperdicios, a disfrutar de las artes o a hacer algo realmente productivo… Pero fue así, ese es el impuesto que tuve que pagar.