Con la polla metida en el ano de esta joven, me da por reflexionar. Sé que por mucho Cialis que lleve encima, si permito que mi mente vuele a otro lugar, voy a perder la erección. Pero aunque yo no deje de bombear, incluso de gemir, para que no parezca que estoy menos motivado, el pensamiento continúa por ese camino. Ha sido la piel de ella, tan tersa y blanca, que me ha hecho recordar a Sara. Hace ya casi cuarenta años, parece mentira. Los dos teníamos diecisiete, y nos queríamos tanto. Parece que la chica no se da cuenta da que me estoy distrayendo, y le doy un azote en el culo, tremendo culazo, por cierto. A Sara no me hubiese atrevido a darle un cachete así en la vida; qué ingenuo era y qué poco entendía las turbulencias del sexo adulto. En aquella época, me bastaba con follármela una y otra vez, siempre y donde fuese posible. En casa de sus padres, de los míos, hasta en los baños del instituto. Se que nos amábamos, pero lo que más recuerdo es aquella pasión por copular a todas horas; ella me la ponía tan dura que parecía que me iba a estallar el rabo cada vez que pensaba en su cuerpo. Supongo que al igual que las mías, las carnes de Sara se habrán reblandecido, tendrá patas de gallo; incluso puede que sus ojos hayan perdido parte de aquel brillo original, aunque eso no les ocurre a todas. Pero estoy seguro de que si volviésemos a encontrarnos, yo seguiría viendo en ella a la misma adolescente, bajo la papada y las arrugas. Y mírame, aquí estoy, con cincuenta y cuatro años en la cama con una tía que no debe llegar a los treinta. La cojo del pelo y le susurro al oído que me vuelve loco; y a ella parece gustarle, aunque yo continúo sin concentrarme. Sigo pensando en las decisiones que tomé, las que me han llevado a estar aquí ahora mismo con esta chavala. Una de las mejores abogadas de aquel despacho que nos contrató hace meses. A veces me cuesta entender por qué hay mujeres como ella a las que les atraigo. Tiene un buen sueldo, y si sigue con esta carrera, en unos años debería estar forrada; así que me cuesta pensar que sea por interés, por mucho que hayamos cenado en un buen restaurante, que seguramente los tíos de su edad no podrán pagar. Sabe que no la voy a ayudar en nada, y no creo que piense que nos vamos a hacer novios. También me cuesta pensar que pueda ser mi atractivo físico. Sí, es verdad que hago deporte cada día, que dicen que parezco más joven; pero ella podría estar acostándose ahora mismo con cualquier musculado de esos que salen en las redes sociales mostrando tableta de chocolate. Los amigos, los pocos a quienes les cuento todavía estas cosas, dicen que es porque me las busco con “daddy issues”, que es la forma moderna de llamarlas gerontofílicas; y puede que tengan razón. Si sigo penetrándola de esta forma, Marta, la joven abogada se llama así, no va a poder sentarse mañana; y yo además noto que ya no la tengo tan dura con tanto filosofar, así que cambio de actividad, y aprovecho para seguir divagando, ahora mientras beso sus muslos y paso la lengua suavemente por sus labios mayores y menores, a la vez que permito a mi mente seguir buceando por lo que podría haber sido y no fue. Mis amigos tienen ya hijos adolescentes. Aquellos a quienes les ha ido bien, siguen enamorados, de mujeres muy  diferentes a la propietaria de este coño, más maduras, y creo que son felices. Disfrutan viajando en familia, lo pasan bien con nuestras sesiones de colegas y cervezas cada dos o tres meses, algunos menos, hay a quienes veo una vez al año con suerte, se enorgullecen viendo crecer a los niños, se entretienen con sus aficiones. Creo que Jorge, que se nos fue con el puto cáncer, era uno de los felices. Murió tranquilo, rodeado de amor. Se iría cabreado, porque aún no le tocaba, pero satisfecho con lo que dejaba. Yo sin embargo, con la cabeza aprisionada entre las piernas de Marta, con cuyo clítoris, a juzgar por cómo se contorsiona ella, parece que me estoy entendiendo bien, me siento solo.