El día que murió Silvia no pensé en que ya nunca más volveríamos a besarnos. Mi dolor no se concentró en que no volveríamos a reírnos de cualquier tontería, o en que el sabor de su piel había dejado de existir. Tampoco lloré por los planes para envejecer juntos que se esfumaron, o por los pensamientos, ideas o simples ocurrencias que no compartiríamos. Todo eso vino después. Al recibir la noticia lo único que pasó por mi cabeza fue que el mundo de Daniela se había roto. Nuestra bebé acababa de cumplir 5 meses y Silvia era su lugar seguro, la única definición de amor que un ser tan pequeño podía entender. Nuestra hija había perdido a Silvia para siempre y sin que ni yo ni nadie pudiéramos darle una explicación.

Al principio Daniela no dio muestras de comprender la desaparición de su madre. Siguió respondiendo a las monadas de quienes vinieron a visitarnos. Comió y durmió razonablemente bien, jugaba con sus juguetes favoritos. Pero pasadas 72 horas cayó en un estado de apatía y tristeza absolutos. Evitaba mi mirada, comía por obligación, y empecé a sentir que estaba perdiendo a aquella niña que hacia tan poco lo observaba todo llena de curiosidad y alegría. Esta transformación coincidió con mi primera toma de conciencia real de la ausencia de Silvia. Pasados el ajetreo del hospital, el tanatorio, las palmadas en el hombro y las ofertas de ayuda… Quedábamos la niña, yo, y un vacío gigante. Daniela, tan pequeñita, tan frágil, sin entender nada, parecía perdida e insensible a mi presencia o mis intentos de hacerle recuperar alguna normalidad.

Después del parto, Silvia había ido guardando algunas bolsitas de su propia leche congelada, pensando en que se las diésemos a Daniela cuando ella volviese a trabajar; y una tarde decidí preparar una de aquellas bolsitas para darle el biberón. Me costó mucho reunir fuerzas para preparar ese alimento, que era parte de una mujer que ya no existía, que contenía tanto amor. Pero lo hice, y el resultado fue asombroso. El contacto con la leche dio lugar a un rayo de esperanza, me permitió asomarme de nuevo su corazón. Por primera vez volvió a mirarme fíjamente a los ojos mientras mamaba, y se mostró activa los minutos después de terminarlo.  Me emocioné tanto que decidí probar yo también algunas gotas que quedaron en el fondo del recipiente… por un momento, a través de la leche de Silvia, volvíamos a estar juntos los tres. Pero aquello habían sido sólo unos instantes, y Daniela regresó a ese estado que me hacía sentir tan terriblemente culpable. En mi desesperación, pensé que podría ponerle un vídeo, uno de tantos que su madre y yo habíamos grabado casi cada día desde que nos convertimos en padres y en el que aparecíamos los tres jugando y riendo. Imaginé que podría recordarle uno de los momentos felices que habíamos tenido hacía muy poco. Pero ocurrió justo lo contrario, y de hecho aquello me hizo tocar fondo. La bebé reaccionó a la imagen y la voz de Silvia con un llanto atroz y desesperado. Aunque apagué la pantalla lo más rápido que pude, el estallido de angustia ya era imparable. Reaccionaba a mis intentos de abrazarla con manotazos, y la agitación duró varias horas, hasta que, en medio de un llanto que le llevaba a las arcadas y prácticamente el ahogamiento, acabó rendida de sueño.

Con Daniela dormida en brazos pensé que simplemente era mejor acabar con todo. Concluí que si la muerte nos había separado, la muerte debía unirnos otra vez. Este pensamiento venía acompañado de una especie de frío en las muñecas… Tal vez esa es la sensación a la que algunos se refieren cuando hablan de la sangre que se hiela. Poco después de la muerte de Silvia, algún amigo bienintencionado me había ofrecido una receta de ansiolíticos, que por suerte yo no había aceptado. Si hubiera tenido esos medicamentos en casa, estoy seguro de que esa misma noche los hubiese machacado para disolverlos en una última toma de leche materna para Daniela, matando así a nuestra hija para luego acabar con mi propia vida. Tampoco fui capaz de asesinar a la niña ahogándola con un cojín, ni pude emplear cualquiera de los otros caminos que en medio de aquella desesperación helada se me pasaron por la cabeza.

Por suerte la noche pasó sin que yo fuese capaz de cumplir con mi tétrica determinación; así que, puesto que los dos íbamos a seguir viviendo, decidí comenzar de cero. Ya que no acompañaríamos a Silvia en la nada, pondría todas mis energías en que nuestra hija fuese feliz; y lo haría de un modo que honrase la memoria de su madre. Para recordármelo cada día, compuse en el salón un pequeño altar muy sencillo. Coloqué en un lugar muy visible una foto donde aparecíamos los tres, ella con una gran sonrisa sujetando a la bebé, y yo abrazándolas a ambas desde atrás. Quería que fuese un rincón alegre, y coloqué también el primer juguetito que habíamos comprado a Daniela, y una boina roja que a Silvia le encantaba llevar y que para mí reflejaba su intensa personalidad. Compré varios libros de educación Montesori, corriente educativa de la que sólo sabía el nombre, pero que había escuchado mencionar varias veces a Silvia como paradigma del respeto y la ciencia en la puericultura.

También me di de alta en una comunidad online de crianza llamada “La Aldea”. Silvia me había hablado varias veces de aquella comunidad virtual donde chateaba con otras mujeres que compartían su forma de ver la maternidad. Navegando por los hilos de aquel foro, iba escuchando las voces de otras mamás, que yo imaginaba que hubieran podido ser la de Silvia. Leía sobre sus miedos, sus alegrías o los pequeños logros de sus hijos y me imaginaba que era Silvia comentando los detalles cotidianos del crecimiento de Daniela. Todas aquellas madres anónimas me unían sin saberlo a la mujer que amé. Asomándome a su intimidad compartida, podía recrear cómo hubieran sido las reacciones de Silvia ante los primeros pasos de Daniela, sus juegos o los altibajos que tenía en el sueño y la alimentación.

Además, abandoné el trabajo. En el banco nos obligaron a contratar un seguro de vida al firmar la hipoteca, y aquello que yo consideré en su momento un engorro y un abuso, me permitiría ahora pasar los 2 ó 3 primeros años de Daniela más enfocado en ella. Quería estar junto a nuestra hija huérfana el mayor tiempo posible, para que poco a poco fuese comprendiendo que aunque había perdido la presencia física de Silvia, su padre siempre iba a estar allí. De hecho, mi objetivo era que con los años Daniela sintiese que el amor de su madre había transcendido a la muerte, porque yo le hubiese hecho llegar su cariño y parte de los miles de proyectos que Silvia tenía para compartir con ella.

Las semanas pasaron, y nuestra bebé pareció ir asumiendo que su madre nunca volvería. Sin que estuviese muy claro el por qué, Daniela un día comenzó a responder a mis abrazos, a jugar y poco a poco a sonreír. Por mi parte, con el transcurso de los meses había empezado a relajarme. Mi rutina diaria era muy estable, básicamente girando en torno a las necesidades de la pequeña: alimentación, paseos, juegos, tareas domésticas y visitas al parque. Los padres de Silvia venían a vernos sin fallar una semana; y había también algún amigo que se acercaba de cuando en cuando con un paquete de cervezas pasadas las 8 de la tarde, cuando la niña ya estaba durmiendo. Uno de aquellos amigos me convenció para contratar una chica que estuviese con Daniela al menos un par de horas al día, dándome tiempo para pasear, escribir, ver alguna serie o cualquier otra actividad de ocio.

Y fue en uno de aquellos ratos de ocio cuando conocí a Svetlana. Svetlana es prostituta, o trabajadora sexual, o puta, como dice ella. En uno de aquellos tiempos para mi, me di cuenta de que quería volver a tener entre mis manos el cuerpo desnudo de una mujer, experimentar de nuevo el calor y la humedad que sólo el sexo proporciona. Pero aunque tomé conciencia de ese deseo, no tenía ningunas ganas de entablar una nueva relación romántica o incluso de flirteo. No es que faltasen voluntarias dispuestas a presentarme a sus amigas solteras y amantes de los niños. El mismo colega que me había convencido de contratar a la niñera insistía en que crease un perfil de Tinder ya que, según él, yo estaba en el momento y las condiciones óptimas para ser un imán irresistible para muchas mujeres, jóvenes y mayores. Pero nada de eso me interesaba. Quería sexo, pero lo quería de un modo que no me recordase al sexo con Silvia, y además quería que me llevase el menor tiempo posible lejos de Daniela. Y esas condiciones, pensé, sólo las conseguiría pagando por ello. Aunque al comienzo tuve algunos reparos éticos, acabé buscando servicios sexuales más o menos una vez por semana. Sí que me impuse algunas normas: buscaría sólo chicas independientes, no serían muy jóvenes y no repetiría con ninguna.

Svetlana no fue la primera prostituta con quien estuve. Como en otras ocasiones hice un primer contacto por Whatsapp después de ver su anuncio. Sólo me estaba iniciando en el mundo de la prostitución, pero en seguida comprendí que su respuesta estaba fuera de lo habitual:

Gracias por contactarme. Será un placer hacerte disfrutar, y te aseguro que lo conseguiré. Si decides conocerme, sólo te pido que cumplas algunas normas y a cambio tendrás mi entrega total:

  • Si cancelas un encuentro con menos de 24 horas no vuelvas a pedir cita porque no podré atenderte.
  • Todo el sexo es con protección. Estoy sana y quiero seguir estándolo. No hay excepciones.
  • Puedes follarme cómo y por dónde tú quieras, pero si yo te aviso de que algo me duele o me molesta y no dejas de hacerlo inmediatamente, la cita se termina y no devuelvo el dinero. Normalmente acepto azotes y otras prácticas especiales, salvo aquellas que implican que yo esté inmovilizada o las que dejan marcas.”

Como me dio vergüenza preguntarle la primera vez que acudí a ella, me permití romper una de mis normas y tener una segunda cita sólo para saber más sobre su mensaje, los motivos que le habían llevado a establecer aquellos límites con sus posibles clientes, y en general sobre cómo vivía su profesión.

–  No me gusta hablar de temas personales, porque no estoy cómoda contando mentiras… Pero has terminado muy rápido y te queda media hora, así que si quieres hablar sobre mis reglas y por qué las pongo, adelante. – Me dijo cuando empecé a preguntarle.

No sé muy bien cómo ocurrió, pero lo que en principio iba a ser una conversación para saciar mi curiosidad acerca de aquella mujer, acabó conmigo contándole a ella mis preocupaciones… Y el final de la media hora restante me encontró llorando desconsolado como no me había permitido hacerlo delante de nadie más.

– Lo que me estás contando es muy triste – me dijo – pero yo estoy trabajando y ahora voy a tener que descansar, así que lo siento pero te tienes que vestir ya.

A pesar de su forma distante de tratarme, salí de allí deseando volver a llorar con Sveta. Sabía que no pondría pegas si en la próxima cita le pedía poder acurrucarme en su regazo y desahogarme. Bastaría con que me centrase en mi dolor y no le hiciese preguntas a ella. Así que eso fue lo que hice la semana siguiente.

Cuando llevaba un buen rato hablándole de cuánto echaba de menos a Silvia y de mis miedos por el futuro de Daniela, ella me interrumpió:

– Mira, no te quiero molestar, pero estoy empezando a sentirme rara. Me da mucha pena lo de tu niña, pero me estás haciendo pensar en mis hijos.

Yo la observaba desde su muslo, todavía con una lágrima resbalándome por la mejilla.

– Me has pagado y no hay nada malo… pero es la última vez que vamos a hacer esto. – Dijo – No me gusta sentirme así.    

Aquello me dejó totalmente desubicado. Uno pudiera imaginar que ella habría visto de todo, y que estaba preparada para casi todo… ¿Cuántos hombres habrían desfilado entre sus piernas? ¿Qué historias tendrían? Sería testigo de infidelidades, matrimonios rotos, adicciones, desvaríos, machismo, soledad… Por no hablar de un buen número de capullos que le habrían faltado al respeto. Sin duda habría soportado sin queja el aliento repugnante de algún hombre seguro de que su dignidad se podía comprar con dinero… Y sin embargo, yo le había hecho sentir mal.

Me incorporé y la observé frente a frente. Ella me devolvió la mirada en silencio, sin nada que añadir.

– ¿Tus hijos?

Svetlana arrugó un poco la nariz, con una pequeña mueca casi imperceptible.

–  Ya te he dicho que esto no me está gustando.

Por primera vez en muchos meses me dí cuenta de que podía haber alguien que estuviese mucho pero que yo. Tomé conciencia de que la mujer a la que había pagado primero por follar y después por sostener mi llanto tenía una vida. No era difícil deducir que aquella vida no habría sido sencilla. Como si se tratase de una revelación, me di cuenta de lo egocéntrico que había sido, y mi permanente autocompasión me pareció patética. Además, sentí una inmensa curiosidad por Svetlana y sus hijos. Quería saber más. Me llevó un buen rato, pero finalmente llegamos a un acuerdo.

–  Está bien. Si es tan importante para ti, podemos cambiarnos, ir a tomar algo y conversar. No tengo nadie ahora. Pero si lo hacemos ya no volverás a ser mi cliente, y tampoco creas que vamos a tener sexo de otra forma. Hablamos, pero todo lo demás se acabó.

Me pareció lógico y acepté. Me sentía íntimamente impresionado, de una forma en que no lo había estado con nadie antes. Renunciar al sexo no me pareció nada grave. Si podía conocer más sobre su historia no tenía inconveniente en no volver a acostarme con ella.

Y así fue como supe que Sveta había nacido hacía 35 años en Donestk, en el Este de Ucrania. Un lugar duro para llegar al mundo en 1985, con la Unión Soviética a punto de desmoronarse. Siglos de historia habían forjado en ese territorio el carácter que podía percibir en aquella mujer. Guerras, hambre, emigración… Nieta de una viuda y excombatiente de la segunda guerra mundial, e hija de un minero también fallecido, Sveta provenía de una estirpe de mujeres acostumbradas a salir adelante solas. Me habló de su adolescencia, de un mundo en el que jóvenes y mayores se encontraron descolocados, en una región minera en la que los antiguos funcionarios de la URRSS fueron sustituidos en el poder por caciques locales mafiosos disfrazados de empresarios o políticos. Me explicó que se había enamorado muy joven, en el primer año de universidad (“Los españoles no lo entendéis, pero en Ucrania muchos jóvenes estudiábamos y amábamos la cultura”). Aquello claramente se iba a alargar, así que llamé a la niñera que estaba con Daniela a pedirle el favor de que se quedase al menos un par de horas más… Y Sveta continuó con su historia.

–  Me ví con 24 años, con un niño pequeño, embarazada del segundo, casada con un hombre que cada vez bebía más… Y todo estalló.

Lo que estalló fue la guerra. Yo no tenía muy claro qué guerra, pero sí sabía que en aquella parte del mundo había habido milicias, desplazados, muertos y heridos. La información se confundía en mi cabeza con las noticias e imágenes de años atrás sobre Kosovo, aunque en realidad se tratase de conflictos a cientos de kilómetros. Haciendo memoria, recordé haber escuchado sobre un gobierno derrocado, una región (Crimea) desgajándose y otras dos intentándolo y entrando en un grave conflicto armado en el que incluso fue derribado un avión comercial con cientos de pasajeros… Todo aquello lo había vivido Svetlana en primera persona.

– La guerra me dio golpes muy duros, pero también me obligó a cambiar.  En medio de todo aquello, él desapareció. Al principio faltó unas noches a dormir, y luego ya no volvió… No sé qué fue lo que le pasó, y tampoco era una buena época para preguntar por ahí… Puede que lo matasen, puede que se fuese con las milicias… Quizás fue sólo el alcohol… Nunca lo sabremos.

Según Svetlana avanzaba en su relato, me di cuenta de que probablemente nunca le había contado a nadie su historia. Parecía como si la ordenase para sí misma al explicarme todo aquello. Su mayor tragedia era haber tenido que separarse de sus hijos.

– Están con mi madre… Vine a España pensando en trabajar de cualquier cosa; al principio como interna limpiando en una casa donde me recomendó una paisana, y pensé que era mejor enviarles dinero hasta que me organizase… Cuando me harté de aguantar desprecios y limpiar mierda por poco dinero para aquella gente, decidí probar con el sexo, y ahora no sé cómo traerlos… – Hizo una pausa y me miró fijamente a los ojos, como volviendo a la realidad – Por cierto, llevamos dos horas y no vas a poder acostar a tu hija si sigues aquí. Vete con ella, por lo menos tú que puedes.

Le hice caso, y aquella noche el cambio que Svetlana había iniciado en mi me hizo disfrutar con mucha intensidad de lo que, por primera vez desde la muerte de Silvia, podía considerar un hogar por el que sentirme afortunado.

Me costó varios intercambios de mensajes más, pero pude continuar la conversación con Svetlana la semana siguiente. La fuerza y la historia de aquella mujer me atraían enormemente. No se trataba en absoluto de una atracción física (ya no), era una especie de imán que además me separaba de mi dolor. Así que poco a poco creamos una amistad, que nos fue llevando a hablar no sólo de su país, que para aquel entonces ya me fascinaba, sino de literatura, amor o incluso series y películas. Por alguna razón, en compañía de Svetlana ya no me sentía solo. Era diferente a cualquiera de mis amigos, conocidos o familiares. Nos unía una complicidad de supervivientes.

– Me gustaría que conozcas a Daniela. Ahora ella es muy pequeña, pero creo que tener cerca a alguien como tú le podría enseñar muchas cosas. – Le dije una de aquellas tardes compartidas, y ella aceptó.

Fue alucinante. Yo imaginaba que Svetlana tenía un lado tierno, pero cuando conoció a la niña, fue tan delicada y cariñosa… Le habló en su ruso natal, y enseguida congeniaron. Al rato costaba que la bebé quisiese separarse de sus brazos.  Era como si se conocieran desde siempre. Era injusto que todo aquel amor, que probablemente Sveta hubiese deseado compartir con sus hijos, estuviese encerrado por unas circunstancias aparentemente adversas. Lo tuve claro. Le propuse formar una nueva familia. Hablé con ella para organizar todo y que sus hijos pudieran venir a vivir con nosotros. Sería una familia distinta. No incumpliríamos el propósito de mantener nuestra relación alejada de lo erótico, no seríamos pareja. Seríamos simplemente un grupo feliz de supervivientes.

….

A muchos les pareció una locura, pero lo hicimos. Hoy, 6 años después, comemos juntos en la mesa familiar, y veo a Daniela feliz compartiendo las emociones del día con Sveta, conmigo y con dos adolescentes a los que no llama hermanos pero que en el fondo pienso que acabarán siéndolo. Sigo recordando a Silvia cada día. Creo que todo esto le hubiese sorprendido, no sé si lo hubiese entendido, pero estoy seguro de que hubiese muerto en paz de haber sabido cómo está creciendo nuestra hija. Su sonrisa sigue iluminando el salón desde aquel altar que le dediqué con tanto amor.