Nacionalismo, odio racial

el fratricidio es alimentado

para que las marionetas

jueguen su triste papel. 

(Sangre es dinero. Sin Dios, 1997)

 

Bogdan empezó a decir en diciembre que la cosa se estaba poniendo fea, que estaba pensando irse con sus amigos de Europa, que le habían ofrecido una habitación y ayudarle a buscar trabajo. A mí me parecía que era un exagerado. Tengo veintidós años, y llevo desde los catorce, cuando empezó la revolución europeísta del Maidan, viendo noticias de problemas. Aunque solo era un adolescente cuando ocurrió, recuerdo las imágenes de los cócteles molotov en Kiev, y el horror de mis padres cuando en aquellos días los nacionalistas quemaron vivas a cuarenta personas en la casa de los sindicatos en Odessa. Después, cada poco tiempo escuchaba sobre los tiroteos y las explosiones en Donestk o Lugansk, donde los independentistas y el gobierno estaban siempre con enfrentamientos… Claro que como a casi todos los jóvenes de mi edad, me interesaba esquivar el servicio militar. Aunque con el nuevo presidente todo pareciese más tranquilo, no quería acabar en el Donbass, con el peligro de verme implicado en nada de eso… Pero no me parecía que ahora hubiese motivos distintos para asustarse tanto como decía Bogdan. Pensaba que eran otra vez las noticias malas, pero que no afectaría a nuestras vidas como opinaba él. Que lo seguiría esquivando. Que nuestra tierra era así, pero a mí al final no me iba a pasar nada. Yo lo que quería, era seguir estudiando informática y poder trabajar en alguna empresa extranjera; traer dólares o euros a casa y cumplir mis sueños de viajar, formar una familia y disfrutar de las pequeñas cosas de vida… No me interesaba que los malos rollos de Bogdan me alejasen de los estudios o me provocasen ansiedad.

 

Él agarró el coche el mismo 24 por la mañana. Ese día, después de dos meses de rumores y declaraciones de unos y otros sobre los militares que se estaban reuniendo en la frontera, nos despertamos con la televisión contando que los rusos estaban bombardeando, que estaban invadiéndonos. Bogdan tenía ya las maletas preparadas, y en cuanto se enteró, salió. Tuvo el detalle de llamarme y ofrecerme un sitio para el viaje. Cuánto se lo agradezco ahora, aunque no me montase en aquel coche. En ese momento, le dije que estaba exagerando otra vez. Que sí, que esto había sido muy gordo, pero que seguro que en dos días habría terminado.

 

El resto pasó muy rápido, como si fuese una película. De repente, todo el mundo se había vuelto patriota. Los grupos de Viber y Telegram echaban humo. Y un sudor frío me recorrió el cuerpo cuando supe que ese mismo día el presidente había firmado la ley marcial y anunció que los jóvenes debíamos defender la nación y se nos prohibía salir. Empezamos a ver aviones de los rusos en el cielo, y aunque nuestra casa está a 30 kilómetros de Kiev y no creo que haya nada interesante por aquí, a veces se escuchaban bombas cerca. Los voluntarios volaron los puentes muy rápido, para que los rusos no pudiesen avanzar; y me di cuenta de que estaba atrapado. Me sentía mal, pero yo no me contagié de los ánimos patriotas. La gente no paraba de decir “Slava Ukraini” (“Gloria a Ucrania”), compartían vídeos de personas heridas o asesinadas por los rusos, y de nuestros soldados atacando sus tanques o sus aviones… Y yo sólo podía pensar en que esta pesadilla se acabase.

 

Yo quería hacer mi vida, no que me diesen una AK-47 o las armas que estaban mandando los europeos para defender mi país. Me daban igual las fronteras, la entrada en la Unión Europea, la OTAN o lo que fuese que hubiese enfadado a Putin. Mi patria no había hecho nada por mi hasta ahora, más que hacerme aguantar a políticos corruptos que siempre se descubría que habían robado todo lo que pudieron mientras estaban en el poder. Ahora esos políticos que no pretendían negociar con Putin, se unían al ambiente guerrero en el que se esperaba que yo, un joven de veintidós años, tomase un arma y me pusiese delante de los rusos a defender la libertad. Me daba rabia cuando me llegaban mensajes sobre lo que hacían en otros lugares para apoyarnos. A todos esos extranjeros les parecía estupendo que fuésemos héroes y que hiciésemos la resistencia. Ellos nos daban aliento desde la comodidad de sus casas, diciendo que ellos también harían lo mismo, y que a Putin había que pararle, que los chicos como yo teníamos que pararlo con las armas que ellos nos mandaban.

 

Y ayer pasó lo que más miedo me daba. Los voluntarios llegaron a casa y dijeron que yo era un joven con capacidad y que por qué no estaba ayudando. Oleg me recordaba del instituto. “Este es un cagado y un cobarde, pero en la guerra en Ucrania no puede haber cobardes”. Le dijeron a mi madre que gracias a ellos podría estar orgullosa de mí; y pidieron que me montase en la camioneta.

 

Así que ahora estoy en este check point con otros dos chavales del pueblo y un soldado profesional que no sé del todo si está aquí para organizarnos o para vigilarnos. Nos han dicho que los rusos no van a pasar por esta zona, pero que si se acercan, les tenemos que disparar para que a los de la Defensa Territorial les dé tiempo a organizar algo. Yo no quiero estar en este sitio, con esta arma. No quiero que mi foto aparezca mañana en los grupos de Telegram diciendo que soy un héroe y que le disparé a un blindado ruso, y que por eso los voluntarios pudieron tirarle un misil europeo y matar a los soldados de mi edad que iban dentro. No quiero que me hagan estatuas ni homenajes. Yo quiero estudiar informática.

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Este relato ha sido creado para participar en el certamen “#vocesdeUcrania”, organizado por Zenda Libros. Consulta aquí las bases.